¿Qué fue de la vida de nuestros personajes favoritos?

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El joven manos de tijera: 25 años después del final

           

Recordá el final de El jóven manos de tijera

              Edward no entendía por qué no podía alcanzar a Kim. ¿Por qué escapaba de él? En realidad, no escapaba. Simplemente no se acercaba. Y no importaba todo lo que Edward quisiera correr, los dos sabían que jamás iba a llegar a ella. No es posible correr sin avanzar, pero sí es posible que el universo acompañe nuestro desplazamiento y no nos deje llegar a ningún lado. De repente, una enorme escultura de hielo que salía de la nada le golpeaba la cabeza. Y abría los ojos, y Kim ya no estaba, y la escultura de hielo era un pedazo de su techo.

            –Pensamos que estaba abandonada –dijo un hombre que se asomó por el agujero que había dejado la bola gigante de la maquina demoledora.

            Edward no contestó nada. Pensó que tal vez no debería haber dejado de tallar los arbustos; era lo único que daba la sensación de que la casa estaba habitada. Antes no podía hacerlo porque lo hubieran encontrado, pero seguro los policías que lo buscaban ya estaban muertos, y la búsqueda estaría pendiente. Alguien que muere siempre deja algo por terminar. Si lo sabría Edward, que la muerte repentina de El Inventor lo dejó sin sus manos.

Casa de Edward.
          Levantó los ladrillos de su cuerpo y salió caminando. Siempre hay que hacerle caso al universo cuando nos sugiere irnos de un lugar. Lo había aprendido luego de que una insignificante vendedora de productos Avón llamada Peg Boggs le regaló los mejores momentos de su vida al sacarlo de su casa. Aquella que, con su reacción demasiado pacífica, había hecho pensar a Edward que tener manos de tijera era algo normal.



Peg Boggs
            Cruzó el portón por última vez y comenzó a caminar. En la calle, nadie. Amanecía y el cielo no se decidía entre el día o la noche. La niebla molestaba, empañaba vidrios de autos, escondía lo que estaba demasiado lejos. Pero también se colaba por las narinas y refrescaba, le daba a la ciudad una mística que no tenía durante el día, empañaba las tijeras y las limpiaba.



            En el sueño, había un objetivo hacia el que no podía avanzar. Ahora, no podía parar de avanzar hacia ningún objetivo. O al menos eso pensaba, porque en menos de media hora estaba en el living de la casa de los Boggs. Las llaves nunca habían sido un impedimento.

            En la mesa, una taza de café negro de la noche anterior, muchos cuadernos de niños dispuestos en dos pilas, un sello con forma de cara sonriente. Un enorme perchero con un abrigo al lado de la puerta. Un mueble con fotos: una en blanco y negro de Kim, otras en color con personas desconocidas.

Edward Scissorhands y Kim Boggs
            Ya no había una pila de cajas de Avón al lado de la puerta, ni una televisión dispuesta para ser vista desde el jardín, ni casa del árbol, ni botellas de limonada en cada uno de los muebles. Ya no vivían ahí, era claro, pero, ¿de dónde había salido la foto de Kim?

            Sonó el despertador en un cuarto. Una chica desconocida se levantó, cruzó el pasillo y se metió en el baño. Edward no pudo descifrar quién era. Comenzó a revisar rápidamente los cajones de los muebles para encontrar pistas, ya se escondería cuando escuchara el sonido de la cisterna. Pero el sonido nunca se escuchó, y cuando se acercó el perchero para revisar los bolsillos del abrigo, una voz dijo:

            –Edward Scissorhands, sabía que ibas a aparecer en alguno de mis sueños.

            –No es un sueño cuando se puede avanzar.

          El silencio se adueño de la habitación. A Julie se le erizó la piel de atrás del cuello. Las plantas se marchitaron de los nervios. Los felpudos siempre están erizados, pero esta vez se erizaron mucho más. La joven se acercó y le agarró la mano. Ahí estaban: eran las manos de tijera que fabricaban la nieve, las que habían hecho ese ridículo corte de pelo que tenía su bisabuela en una foto, las que tallaban arbustos con una precisión jamás superable. En frente de sus ojos, Edward Scissorhands, aquel hombre que pensaba que su abuela Kim había inventado.  

           Nadie dijo nada, y en un instante Julie lo estaba abrazando. No sintió que estuviera abrazando a un desconocido, lo abrazó como quien abraza a un amigo que no ve hace mucho tiempo. Es que las personas son historias, y cuando alguien –como lo había hecho su abuela– se detiene a narrar la historia de vida de otro con tanta dedicación, ese otro pasa a ser alguien que conocemos.

Kim Boggs, de anciana, contando la historia de Edward a su nieta Julie.
            –Soy Julie, la nieta de Kim.

            –¿Y Kim?

            –Murió hace quince años.

            Una baldosa del suelo fue mojada por una lágrima. Edward se llevó las manos a la cabeza y se cortó la frente sin querer. Julie se asustó. Él le explicó que era normal que pasara eso.

            El diario entró por abajo de la puerta. En la portada, una foto de la casa de Edward. El titular: “Se demolerá casa abandonada para instalar un lujoso complejo hotelero”.

Casa de Edward Scissorhands.
                –Ahora entiendo por qué te fuiste –dijo ella– Voy a preparar el desayuno.

            En los siguientes días, los arbustos del barrio adquirieron formas impensables, la televisión habló de “El joven manos de tijera”, en las redes sociales no se comentaba otra cosa, la revista Cosmopolitan elogió la tendencia Edward en cortes de pelo, el Museo de Arte Moderno pagó millones por exhibir unas esculturas de hielo, las madres rezongaron a sus hijos por jugar a ponerse tijeras entre los dedos.

Meme sobre Edward, compartido por varios usuarios de Facebook.
            Una vez Edward se preguntó si debía haber vuelto antes a buscar a Kim. Pero pensó que Julie no existiría si él hubiera llegado a tiempo. Solo verla caminar por la casa, imaginar a Kim contándole su historia, los cuadernos corregidos siempre con una dedicación apasionante, todo eso lo hacía alegrarse por haber guardado silencio, porque todo indicaba que Kim había sido feliz.

            Si hubiera vuelto, nada de eso hubiera pasado. Solo él y Kim, un amor imposible entre un ser humano y un invento, que sus propias manos de tijera se iban a encargar de cortar. Lo único que queda es el recuerdo perfecto de aquél beso. Y cuando algo llega a ser tan perfecto e imposible al mismo tiempo, nada mejor que inmortalizarlo con el silencio.

      

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