Como todos los
segundos domingos del mes a la hora del almuerzo, Matilda pasó largas horas
tocando timbre en su vieja casa. Como nadie atendía, se sentó en el escalón de
entrada y comenzó a leer La señora
Dalloway.
¿Estaba matando el tiempo? Jamás. Matar el tiempo era almorzar
con sus padres, beber cervezas en el pub con Lavanda, caminar hacia su casa
luego de la universidad en vez de tomar el ómnibus. Leer jamás era matar el
tiempo; era inmortalizar ese tiempo al ocuparlo en algo pocas veces olvidable.
Cuando
abrió el libro, La Señora Dalloway decidía ir a comprar las flores para su fiesta.
Largas horas después, mientras la Señora Dalloway se enteraba ya del suicidio
de Septimus, escuchó un grito desesperado.
–¡Harry,
son las cuatro de la tarde! ¡Matilda!
–Matilda
no vive más aquí; no vive aquí desde los siete años.
–Ya
lo sé. Lo que quise decir es que hoy era nuestro almuerzo con Matilda. Tal vez
vino y pensó que nos habíamos ido, que no nos importa el almuerzo. ¡¿Cómo no
nos va a importar un almuerzo con nuestra hija?!
Matilda
podría haber tocado el timbre cuando escuchó que sus padres habían despertado,
pero prefirió seguir escuchando su conversación, siempre demasiado graciosa.
–Claro
que nos importa.
El
celular de Matilda sonó. En la pantalla, la foto de Zinnia Wormwood, con su
frondosa cabellera rubia que Matilda siempre agradeció no haber heredado. Tomó
una hoja de árbol y la puso en la página en que se había quedado. Siempre pensó
que eso era lo bello del otoño: que el suelo está lleno de marcalibros. Cortó
el teléfono y escuchó a la madre gritando algo mientras simulaba un llanto.
Matilda soltó una carcajada, se paró y tocó timbre.
Zinnia Wormwood |
Harry
Wormwood abrió la puerta y tocó la cabeza de Matilda. ¡Ah! Su padre. Cuánto
amor para dar escondido en una coraza de desamor, cuántas ganas de abrazar a
alguien y no saber cómo hacerlo. Pero no importaba, golpear dos o tres veces la
cabeza de Matilda era su abrazo, y estaba bien.
–¿Hasta
cuándo vas a quedarte ahí afuera?
Harry Wormwood |
Entró
dibujando una sonrisa que los portarretratos de la entrada, siempre llenos de
fotos de Michael, se encargaron de borrar. No le hubiera importado estar siendo
insultada por él en ese momento. Solo quería tenerlo en frente, escuchar sus
agresiones una vez más y abrazarlo por primera vez. Pero eso era ya imposible.
Fijó su mirada en su foto favorita y la hizo flotar hasta su mochila. Seguro la
Señorita Miel estaría feliz de ponerla en el estante de su estufa a leña.
Michael Wormwood |
Matilda
nunca había tenido que enfrentar un dolor más fuerte que la muerte de su
hermano. Se odió por no hablarle durante tantos años, por cortar la
comunicación con alguien al que tenía tantas cosas que decir. Pero, a veces,
alguien muere para mostrarnos nuestros errores. La culpa hizo ver a Matilda que
no podía seguir escondiéndose de su familia, que los seguía amando. Gracias a
esa muerte, el almuerzo de los segundos domingos con los padres, siempre
queriendo lo mejor para ella, pero también siempre demasiado despistados como
para saber qué es lo mejor.
–¡Vengan!
La comida está pronta. Adoro cocinar para las dos personas que más amo.
Matilda
pensó que esa frase resumía toda la genialidad de su madre. ¿Hacía un chiste o
pretendía que le creyera que había cocinado pizzas que gritaban “somos de la
noche anterior”? Nadie lo sabrá jamás.
La
madre la entrevistó con una incontable cantidad de preguntas que Matilda
respondió, siempre amable, con monosílabos. ¿Para qué explayarse cuando al que
pregunta no le interesa la respuesta? No le importaba saber si Matilda iba a
festejar su cumpleaños número veintisiete (en realidad cumplía veinticinco), no
quería saber los resultados de su examen de Literatura Contemporánea, menos le
importaba la anorexia de Lavanda. Solo increpaba a Matilda para demostrarle que
le importaba, y de verdad le importaba, aunque su vida no le resultara para
nada interesante. El amor toma las formas más extrañas, y a veces se
materializa en un montón de preguntas inútiles.
Matilda Wormwood |
El
padre tomó el control remoto y encendió al cuarto integrante de la familia.
Recordó cuando su padre rompió un libro que había sacado de la biblioteca y la
obligó a mirar televisión. El recuerdo le despertó tanto odio que estuvo a
punto de hacer explotar la televisión una vez más. Pero no. Ya nadie podía
obligarla a hacer nada. Tal vez debía devolverle la gentileza a su padre y
regalarle un libro, pero seguro le diría que no lo leería y, cuando Matilda
preguntara por qué, diría “Porque yo tengo razón y tú no, yo soy grande y tú no,
y no hay nada que puedas hacer para cambiarlo”. Soltó una pequeña risa al
recordar esa frase, que sonaba en su cerebro raramente hermosa.
–¿Qué
pasa? –dijo el padre.
Matilda
citó la frase y comenzó a analizarla, a hablar entre risas sobre el bello ritmo
que tenía, incluso dijo que la utilizaría en uno de sus poemas. La miraron y volvieron
a la televisión. Nunca comprenderían nada de lo que dijo, pero igual admiraban
las palabras difíciles que utilizaba. Porque eso era la inteligencia: hablar
con palabras difíciles.
Hasta
las siete de la tarde, miraron la televisión mientras los platos sucios
esperaban a ser levantados de la mesa. Matilda, extrañada, disfrutaba demasiado
de esa actividad. Tal vez había encontrado la forma de apagar su a veces
insoportable cerebro para hacerlo descansar. El programa que más la entretuvo fue uno en que encerraban personas en una casa, y les ponían retos que, según
explicó la madre, eran diferentes todas las semanas. En el episodio que a
Matilda le tocó ver, encerraban a un hombre llamado Bruce con un látigo de cuero.
–¿Quién
puede tener tanto miedo a un látigo de cuero? –preguntó Matilda.
Su
madre le contó que había sido violentado por una persona que usaba uno en su
infancia, la directora la escuela a la que iba. Matilda se preguntó si… pero
no. No podía haber tanta casualidad.
Los
nervios de los padres por lo que pasaba en la pantalla eran tal vez más grandes
que los del propio participante. El padre golpeaba la mesa y la madre se comía
las uñas, metiendo tal vez demasiado esmalte rojo en su sistema digestivo. Y cuando
Bruce estuvo a punto de apretar el botón para darse por vencido, Matilda se
contagió de sus padres y las manos le empezaron a temblar. Se paró de la silla
y gritó “¡Tú puedes, Bruce!”. Y él, como si la hubiera escuchado, se alejó del
botón y completó el reto.
Cuando
el programa terminó, los padres se fueron uno a cada baño y Matilda levantó la
mesa. Sin usar las manos –¿para qué hacerlo?–, llevó cada plato a la pileta de
la cocina y abrió la canilla para que el agua aflojara la grasa. Sin
despedirse, agarró su mochila y se fue.
Aunque
estaba un poco cansada, decidió caminar. Y en la casa, cuando llegara, la
Señorita Miel. La Señorita Miel con ese té caliente que sabe que Matilda
necesita luego de comer comida chatarra con sus padres, con el libro de Charles
Dickens de sorpresa abajo de la almohada, con su manera hermosa de guardar el
secreto. La señorita Miel con el abrazo, que era la pregunta innecesaria de la
madre, los golpecitos en la cabeza del padre, el insulto del hermano. Cada uno
con su forma particular de amar.
La Señorita Miel y Matilda |
Muy muy bueno!!!!
ResponderEliminarNo vi la película pero es muy lindo como escribís de cualquier forma.
ResponderEliminarSaludos
Buenazo!!!!
ResponderEliminarSaludos, Carol
Excelente ! Escribís hermosamente
ResponderEliminarBella idea. Muy invitador de volver a la amarga dulzura de esa historia. Lo bueno de matilda es q aprendió a leer el amor aun cuando este se niega a la evidencia.
ResponderEliminarBella idea. Muy invitador de volver a la amarga dulzura de esa historia. Lo bueno de matilda es q aprendió a leer el amor aun cuando este se niega a la evidencia.
ResponderEliminarBella idea. Muy invitador de volver a la amarga dulzura de esa historia. Lo bueno de matilda es q aprendió a leer el amor aun cuando este se niega a la evidencia.
ResponderEliminarMuy buena idea, la de dar vida a esos personajes que quedaron grabados en nuestra memoria. Bellisimo relato sobre las distintas formas de amar.
ResponderEliminarHola. Felicitaciones por el blog. Tal vez sería bueno dar una pequeña contextualización sobre cómo termina cada película que vas a abordar (en dos o tres líneas). Así el lector que no vio la pelícual de referencia tendrá algo sobre qué apoyarse para seguir leyendo. Sigamos!
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